Txetxu Austin zientzialari titularra da Ikerketa Zientifikoen Kontseilu Gorenaren Filosofia Institutuan (GEA Etika Aplikatuko Taldea). Filosofian doktore da Euskal Herriko Unibertsitatean (sari berezia), irakasle gonbidatua da zenbait unibertsitatetan eta Gobernantza Demokratikoaren Globernance Institutuan kolaboratzailea da. Bere lan-arloak etika publikoa, bioetika, giza eskubideak eta teknologia disruptiboen filosofia dira. Bakardadea eta, batez ere, nahi ez den bakardadea da bere azken azterketa-eremuetako bat.
¿Envejecimiento y soledad van siempre de la mano?
No necesariamente. La soledad no es privativa de ningún grupo de edad, aunque los acontecimientos biográficos que desencadenan el precipicio de la soledad pueden ser más acusados en la edad avanzada. Así, la pérdida de seres queridos, de pareja, la lejanía de hijos e hijas, la enfermedad y el deterioro físico y mental, la movilidad reducida, los obstáculos en las infraestructuras y el entrono próximo, la vida en contextos institucionalizados, se correlacionan con sentimientos de soledad.
Pero la soledad se puede experimentar en todas las etapas de la vida, si bien en cada una de ellas puede tener características específicas ligadas con ese momento: En la niñez y adolescencia con dificultades con la socialización (por ejemplo por choque cultural o situaciones de exclusión por diversidad o aislamiento en los entornos digitales). En la juventud por la precariedad laboral, los cambios de residencia, el desarraigo. En la madurez por ruptura de relaciones, pérdida de trabajo, abandono de hogar de los hijos e hijas.
¿Hay una única soledad?
No. La soledad, como afirmamos en nuestro libro que, precisamente hemos titulado en plural, “Soledades”, es un fenómeno complejo y multidimensional que se relaciona con todas las etapas de la vida y con circunstancias diversas, por lo que no podemos hablar de una única soledad.
Sentimos soledad cuando experimentamos una carencia en la cantidad y calidad de nuestros vínculos con otras personas y a veces, pero no siempre, esto se combina con el aislamiento social y la falta de redes sociales en un entorno próximo.
Usted define le soledad no deseada como una pandemia silenciosa… ¿Cómo podemos hacerle frente?
Hablamos de una “pandemia silenciosa” porque se percibe como una forma de fracaso social que se esconde tras el silencio, aunque sea una tendencia que se viene agudizando en los últimos tiempos pero que no ha salido a la palestra hasta estos años de aislamiento forzoso debidos a la pandemia de la COVID-19.
Su origen es multifactorial y remite no exclusivamente a factores biográficos individuales sino al modo en que se está configurando la sociedad contemporánea con la pérdida de vínculos comunitarios, el auge del individualismo, el reparto desigual y la crisis de los cuidados, el choque cultural y patrones de desventaja social como la pobreza, la precariedad laboral o el género. Por ello subtitulamos nuestro libro como “Una cartografía para nuestro tiempo”, en el sentido en que las soledades son la punta del iceberg de las transformaciones sociales que estamos experimentando.
Y en este sentido, para hacer frente a la soledad debemos actuar sobre estos condicionantes de la misma (pobreza, género, cultura, espacio físico, institucionalización, diversidad funcional) de modo que cuando nos vemos abocados a alguna de las circunstancias personales que pueden llevarnos a la soledad no deseada, tengamos los recursos y las herramientas necesarias para salir de dicha situación y no nos quedemos anclados en la misma. La soledad no debe ser, por tanto, utilizada para ocultar o minimizar estos patrones de desventaja social e injusticia.
¿La Covid-19 ha acelerado este tipo de situaciones?
Probablemente sí porque ha agudizado la situación de aislamiento social de muchas personas aunque, también por ello, por la reclusión forzosa a la que hemos sido sometidos toda la población, la soledad ha emergido con más presencia en el debate público y social.
Las 14 semanas de confinamiento total de la población que se iniciaron en marzo de 2020 se saldaron con el hallazgo, sólo en la comunidad de Madrid, de 62 personas de edad que habían fallecido en la soledad de sus casas. A esta cifra hay que añadirle las personas que han fallecido sin la presencia de sus seres queridos en residencias de la tercera edad, que según el método de cálculo que se emplee oscila entre 32.910 y 35.120 personas.
¿Hay entornos especialmente propicios para que haya una mayor soledad?
Más que de entornos habría que hablar de contextos que son, precisamente, aquellos donde se ha debilitado el vínculo significativo entre las personas debido, las más de las veces, a situaciones como la precariedad laboral, la falta de apoyo para los cuidados, los obstáculos de infraestructuras y viviendas, la discriminación por género y por diversidad funcional, la pobreza.
La soledad pone de manifiesto numerosos desafíos a los que se enfrenta la organización de la convivencia en nuestras sociedades: por ejemplo el desarrollo parasitario de la actividad productiva respecto a las redes de apoyo social y familiar; o el efecto que la movilidad laboral y la precariedad tienen en el desarraigo de contingentes cada vez mayores de la población, que experimentan una desconexión respecto a las regulaciones a través de las cuales la vida social se produce y se renueva. También las deficiencias y carencias en entornos institucionalizados han contribuido a generar soledad.
¿Cuánto más avanzadas y desarrolladas son las sociedades, hay mayor soledad no deseada? ¿El Progreso social nos ha hecho más individualistas?<
El modelo económico de nuestras sociedades occidentales capitalistas se ha fundado en una concepción individualista y hasta desvinculada de las personas, obviando sin embargo la enorme cantidad de trabajo no remunerado dedicado a las tareas de reproducción social y que es indispensable para el desarrollo de esa otra faceta del trabajo, el productivo y remunerado. La economía feminista ha hecho hincapié es esta incongruencia y en la necesidad de revalorizar todas las actividades imprescindibles para el desarrollo de la vida y que, sin embargo, han sido invisibilizadas, menospreciadas y feminizadas, recluyéndolas al ámbito de lo íntimo y privado. El desarrollo económico nos ha dejado unas sociedades más individualistas y desvinculadas con todo lo que ello comporta pues las actividades de cuidado y reproducción social son fundamentales para el sostenimiento de la vida y afrontamos una profunda crisis sobre cómo organizar la vida en común de modo digno, como hemos visto de manera palpable durante esta pandemia. Pensemos en actividades esenciales durante el confinamiento como los empleados de supermercados, las limpiadoras, los transportistas, las cuidadoras de personas mayores, el personal sanitario, las investigadoras… Sin embargo, cuanto más obvio es el beneficio que un trabajo reporta a las demás personas, mayor es la probabilidad de que esté mal pagado, como recordaba el antropólogo David Graeber.
¿Deberíamos recuperar los vínculos de la comunidad?
Reforzar los lazos comunitarios constituye la estrategia fundamental para afrontar este fenómeno creciente de la soledad no deseada. No se debe “individualizar” este problema ni estigmatizar o culpabilizar a quien siente soledad porque, precisamente, esas condiciones sociales y estructurales a las que nos referíamos antes (individualismo, precariedad, falta de redes y de espacios comunitarios…) condicionan y determinan el sentimiento de soledad que no es una mera cuestión individual, sino social y política: depende de cómo organicemos la vida en común y, en consecuencia, atañe a toda la comunidad.
Por ello, las iniciativas para enfrentar estas situaciones, principalmente impulsadas desde el ámbito local, tienen una orientación netamente comunitaria.
¿Es más fácil sentir la soledad en las ciudades que en los entornos de pueblos pequeños?
Podemos decir que hay diferentes tipos de soledad en los pueblos pequeños que en las ciudades. No cabe duda de que los lazos comunitarios son más fuertes en núcleos de población pequeños y, por tanto, el aislamiento y la falta de redes sociales son menos prevalentes. Pero no olvidemos que la soledad es un sentimiento y que también podemos experimentarla rodeados de gente, por una falta de sintonía, de conexión, con las personas de nuestro entorno. Además, en los pueblos pequeños pueden darse situaciones agravadas por la falta de recursos sociales, tecnológicos y soportes asistenciales en las áreas rurales, algo que se vienen denunciando repetidamente.
No obstante lo anterior, es cierto que la vida en las ciudades, sobre todo las más grandes, se ha caracterizado por un refuerzo del individualismo, de la prisa y la aceleración, de la falta de tiempo y lugares para la socialización, de un urbanismo agresivo que expulsa a las personas del espacio público, todo lo cual se relaciona con la soledad no deseada.
¿La soledad tiene relación también con la situación económica?
Sí, absolutamente. En la soledad concurren muchos factores sociales y estructurales, como hemos comentado, que afectan a otras formas de desigualdad. La dedicación a trabajos que proporcionan salarios de supervivencia es poco compatible con la participación en grupos de socialización secundaria, y los frecuentes cambios de residencia de las personas jóvenes dificultan el establecimiento de redes sociales duraderas. Por otro lado, el cuidado de los hijos e hijas, así como de las personas mayores, disminuyen de forma muy significativa las oportunidades de socialización. Cuando los hijos abandonan el hogar o desaparecen las personas dependientes, quienes se han dedicado durante largos años al cuidado se encuentran con una situación de vacío. Y si uno vive en un barrio deteriorado, sin espacios para el encuentro como parques u otros equipamientos, con viviendas sin ascensor o con difícil acceso, la soledad está a la vuelta de la esquina. La pobreza, la precariedad laboral, la falta de vivienda adaptada, la carencia de equipamientos urbanos, son elementos sustantivos que inciden directamente en la soledad.
¿Cómo influye la soledad en la salud?
Lo hace de un modo directo hasta el punto de que se considera uno de los principales problemas de salud pública en nuestros días en la medida en que se ha convertido en uno de los principales determinantes sociales de la salud que se relaciona con un aumento de la morbilidad, sobre todo en la edad avanzada, y con una disminución de la esperanza de vida.
La soledad está vinculada a problemas cardiovasculares, descenso del sistema inmune y problemas de salud mental como la ansiedad y la depresión y se cree que está detrás de la creciente tasa de suicidio en las sociedades occidentales.
También se relaciona con la reducción de la calidad de vida a través de varias conductas de riesgo (los hábitos de salud de personas que se sienten solas se resienten o disminuyen respecto de aquellas personas que están socialmente conectadas), ya que una red social inexistente puede conducir a comportamientos y hábitos poco saludables como fumar, abuso del alcohol o del juego, sedentarismo, alimentación inadecuada o peor calidad del sueño.
¿Cómo ve usted la relación individuo-comunidad-tecnología?
Se discute mucho la cuestión de si la tecnología es una aliada contra la soledad no deseada o por el contrario fomenta el aislamiento y el sentimiento de soledad. Hay estudios contrapuestos que dependen, además, de la edad de los concernidos. Las nuevas tecnologías que pueden posibilitar una mejor comunicación, en ocasiones constituyen el factor causante de la soledad no deseada. Por un lado, una investigación de la Universidad de Pennsylvania documentó que los jóvenes entre 18 y 22 años que acortaban su tiempo en redes sociales reducían sus sentimientos de soledad. El uso de tres o más horas diarias en dispositivos electrónicos aumenta un 27% el riesgo de depresión en los adolescentes. Por otro lado, estudios sobre personas mayores en USA o Reino Unido muestran que el uso de tecnologías como e-mail, redes sociales, servicios de video online o mensajería instantánea está relacionado con niveles más bajos de soledad, enfermedad crónica y síntomas depresivos. La pregunta crucial es si la tecnología contribuye a la participación en la vida comunal, si genera “comunidad”, una de las características esenciales de nuestra existencia como humanos y cuya privación constituye una clara injusticia social.
Algunas investigaciones han identificado varias tecnologías que contribuyen a mejorar los niveles de conexión de las personas, especialmente de las mayores pero también inter-generaciones, mejorando además la calidad de vida: mensajería, videojuegos, robótica (foca de compañía PARO, perro robótico AIBO), sistemas de información de recordatorio personal, teleasistencia y entornos virtuales 3D. Pero existen barreras importantes para la implantación y acceso a estas tecnologías, incluidas la pobreza, la carencia de banda ancha (por ejemplo, en zonas rurales), la necesidad de entrenamiento y soporte y el mismo miedo a la tecnología. Pero el establecimiento de lazos sociales significativos va más allá de la mera conexión, pautada y estructurada a través de dispositivos, sino que se vincula con la presencia, el cara a cara y el tacto.
El desafío es desarrollar entornos tecnológicos amigables, de un modo inclusivo y participativo, “tecnologías entrañables”: abiertas, versátiles (interoperables), controlables, comprensibles, sostenibles, respetuosas con la privacidad, centradas en las personas y socialmente responsables (con especial cuidado de los colectivos más desfavorecidos).
¿Cómo debería ser una sociedad “a la medida” de las personas mayores?
Pienso que debería ser una sociedad “a la medida de las personas”, no solo de las mayores. Personas todas frágiles, vulnerables e interdependientes, que necesitamos apoyos en todas las etapas de nuestra vida, en algunos momentos con más intensidad que otros: cuando somos niños, cuando padecemos una enfermedad o sufrimos una desgracia, cuando tenemos un deterioro físico o cognitivo, cuando tenemos una diversidad funcional. Pero a fin de cuentas, una sociedad donde nos configuremos no cómo átomos o individuos aislados sino como elementos interconectados dentro de una compleja red que sustenta la vida mediante el cuidado y la ayuda mutua. Ello requiere, en consecuencia y como hemos venido comentando, un refuerzo de los vínculos comunitarios, un reparto equitativo y con apoyos institucionales de las tareas de cuidado y una tecnología que nos sirva realmente para mejorar nuestras relaciones sociales. Y porqué no decirlo, un profundo replanteamiento del sistema económico y político actual para poner a las personas (y no a las cosas, a las ganancias, al dinero) en el centro.
¿Estamos a tiempo de dar la vuelta a esta situación?
La soledad no deseada es una forma de sufrimiento social subjetivamente percibida como indeseada y sobre la que pesa el estigma del fracaso. Nos produce dolor, sufrimiento, y desasosiego. Nos priva de lo que es la esencia del ser humano: sus relaciones, sus vínculos, sus lazos con los otros, el próximo y el prójimo. La soledad tiene un enorme impacto negativo sobre la salud física y psíquica y la calidad de vida, como hemos dicho. Sufrir de soledad es mal vivir. Y debemos revertir esta situación. Estamos a tiempo.